El dueño de uno de los almacenes de ramos generales más importantes de Mar del Plata murió de un disparo en la cabeza que un intruso le dio de madrugada. El caso encierra, a 100 años de producirse, una intensidad y un misterio únicos. A partir de ese hecho quedó al descubierto un nivel intangible hasta entonces de corrupción en la policía.
Por Fernando del Rio
Graciano Urrutia tenía 38 años ese sábado de marzo de 1920 en el que las gentes regresaban de madrugada de las romerías por la avenida Independencia. Ya habían quedado atrás los carnavales pero no sus ecos festivos y muchos marplatenses seguían de celebración, excepto algunos como él que, agotados por una jornada de trabajo, preferían el descanso. Emilia Isabel, incapaz de atenuar su desvelo de madre y esposa, apenas dormitaba a su lado. Para Urrutia ella y sus tres hijas eran su gran preocupación, como también lo era el progreso de su almacén “El Polo”, ubicado en la parte delantera de la casa de Independencia y Moreno.
Las habitaciones enfiladas hacia los fondos, en acostumbrada arquitectura hogareña de esos tiempos, ensombrecían el pasillo principal y amplificaban los ruidos. De pronto un crujido -o algo así- llegó desde el almacén e inquietó a Emilia Isabel. Era el comienzo de la tragedia.
Mar del Plata gozaba ese verano ya de notoriedad turística y atraía, tal como habría de suceder a lo largo de toda su posterior historia, tanto a visitantes como a delincuentes. El pueblo orillaba los 40 mil habitantes y estaba alerta porque no sólo las playas y la rambla afrancesada eran tierra fértil para los robos. Y la policía no daba seguridad desde que el comisario Delgado había cambiado de destino. Entonces algunos vecinos optaron por tener un revólver o una escopeta para defenderse. “Si tiene armas haga uso de ellas”, le aconsejó un policía a otro comerciante que el 29 de febrero había sido víctima de un robo. Y Graciano Urrutia, en su casa de Independencia y Moreno, dormía con un arma a la distancia de un brazo.
Cuando su mujer lo removió en la cama y le susurró tras escuchar aquel ruido delator –un siglo después aún podrá imaginarse cualquiera con cuánto apuro y sigilo simultáneos-, Graciano se eyectó armado. Tal vez fue todo en un solo movimiento o acaso en dos, pero Graciano Urrutia en un segundo estaba de pie con el revólver en su mano.
Al asomarse al pasillo vio la puerta trasera del almacén abierta y una luz proyectada en forma de cono. Eran las 2.02 -“un par de minutos pasadas las dos” se lee en alguna crónica- de la madrugada del sábado 13 de marzo. Unos pocos pasos más y Graciano Urrutia debió haber confirmado sus temidas presunciones sobre una presencia extraña, ajena, desautorizada, adentro del almacén porque amartilló su revólver y accionó el gatillo llevando su cañón al cielo. La detonación retumbó en la noche con dos claros propósitos: disuadir a quien anduviera por allí y alertar a algún policía y a los vecinos. Le bastaba con que el intruso desistiera y se escapara.
Apresurado salió por la puerta un hombre que no era un ratero, ni un husmeador oportunista. Ni un simple intruso. El revólver que blandía lo ratificaba como un ladrón avezado y aún hoy es un misterio si era parte de una banda o un audaz solitario poseedor de sangre de reptil. Esa misma frialdad fue la que lo hizo apuntar su arma a la cabeza de Urrutia y ejecutarlo de un disparo, de modo que ya sin oposición pudiera escapar por los mismos fondos hacia el baldío encubridor.
Urrutia murió en el acto. Ni siquiera la llegada desde otra de las habitaciones de la casa de su cuñado Francisco Rizzo, espabilado por los disparos y por los gritos de su hermana Emilia Isabel, sirvió para otra cosa más que para sumarse a los lamentos y a las maldiciones. Los llantos de las niñas de 9, 7 y 2 años le dieron a la escena una angustia infinita.
El otro impacto
En la escena del crimen los policías encabezados por el comisario inspector Frigerio hallaron unas alpargatas blancas que el asesino perdió al escapar. Era un calzado que tenía adheridas manchas de pintura, un detalle a preservar para cuando fuera relevante su evaluación.
Giraban en torno al aspecto del asesino un par de débiles suposiciones. Que era algo alto, que llevaba pantalón blanco y que se abrigaba, a pesar de la cálida noche, con un sobretodo. “Hay una persona que en los carnavales usó un sobretodo así, como disfraz”, especuló un policía en una primera señal de lo carnavalesca que sería la investigación.
Graciano Urrutia y su esposa Emilia Isabel Rizzo, en una imagen del día de su boda, el 23 de abril de 1910.
Antes del mediodía ya estaba detenido el principal sospechoso -y sus cómplices-, en una apurada respuesta de los policías a lo que podía percibirse: el malestar de la gente. Acaso el primer malestar manifiesto, organizado y extendido por un crimen en Mar del Plata. Para contrarrestarlo, en una práctica que se advierte añeja pero que logró llegar a estos tiempos, la policía detuvo al boleo y el que cayó enlazado fue Pedro Burgos.
Burgos tenía además de 25 años, todo para perder. Le decían El Negro y, con la fuerza notarial suficiente para afirmar lo incomprobable, la policía dijo que andaba por ahí descalzo. Es decir sin calzado. Si eran alpargatas lo que faltaba a sus pies, mejor aún. Además Burgos tenía –dijeron- tierra en sus medias, como la del baldío por donde escapó el asesino, y para espantar a los incrédulos tres pruebas demoledoras: un gorro de pintor, ropa manchada con pintura y la media izquierda impregnada en sangre. Después otros indicios decorativos pero gravitantes para reconstruir la historia del changarín asesino, como el hecho de que hubiera trabajado los anteriores días en la chacra de Juan Fiscalini en Chapadmalal.
También en aquellas primeras horas del domingo 14 de marzo resultaron detenidos Cristobal “El Pibe” Vaqué, Enrique Cahuapé, Juan “El Pavo Negro” Islas y Arturo “El Lungo” Fogolini aunque algunos aseguraban que su apellido era Arteman. A todos ellos se les atribuía ser parte de un todo criminal algo confuso. Y, para los investigadores, cuanto más confuso mejor, con tal de tener en el futuro el amparo de lo inexplicable.
En 1920 no se conocía la radio y las noticias circulaban por los periódicos solamente. Pero aquel domingo el aire estival se llenó de voces, rumores y ecos que el viento trasladó de un lugar a otro: “Mataron a un Urrutia”. Un Urrutia era un Urrutia. Se trataba de una de las familias más pujantes de Mar del Plata, más vinculadas a la estrecha historia del balneario. Con anclaje en los primeros días del pueblo.
Un vasco francés llamado Pedro Luro había llegado a Argentina en 1837 y luego de recorrer la pampa -poner un almacén en Dolores, un saladero en Tuyú, explotar tierras para la cría de ganado y otras proezas en tierras casi vírgenes- conoció la costa de lo que hoy es Mar del Plata. Y en esos años cercanos a la Fundación le pidió a un amigo vasco que le mandara a sus hijos. Llegaron primero Pedro y Miguel Urrutia. Por último lo hizo Pedro Francisco Urrutia, quien al llegar a uno de los campos de Luro recibió el mensaje: “Usted va a vivir en un lugar que algún día será una gran ciudad”. Esa ciudad proyectada era Mar del Plata.
Pedro Francisco Urrutia fue leal compañero de Luro –se dice que recibió un flechazo en una pierna cuando un malón los corrió por la Laguna de Los Padres- y se casó con María Pascuala de Amiano. Se dedicó a hornear ladrillos mientras sus hermanos (Pedro y Miguel) avanzaban como personalidades importantes de la novel ciudad con negocios -almacén, fonda, hotel- y cargos políticos. Pedro Francisco Urrutia (padre) encontró la muerte de muy joven, a los 38 años por fiebre tifoidea. Pero dejó ocho hijos, entre ellos el nacido en 1882, al que llamó Graciano.
La revuelta y el misterio
La familia Urrutia era, como se dijo, muy importante en marzo de 1920 y que a uno de sus miembros lo asesinaran de manera tan salvaje en el centro de la ciudad no fue tolerado. El domingo, horas después del crimen, la casa de la avenida Independencia fue desbordada de gente en un velorio que demolió estructuras anímicas de cualquiera que haya asistido. Empezó a cultivarse allí la forma de manifestar el malestar y horas después, la multitud frente a la Catedral, donde se celebró la misa de cuerpo presente, acabó por definirlo.
El Centro de Almaceneros y Anexos invitó a toda la población a reunirse a las 4 de la tarde en la plaza Luro y a que al día siguiente, el lunes 15, cerraran todos los negocios de 9 a 18. A la propuesta también adhirieron los cocheros y casi el 10 por ciento de la población firmó una solicitud para que el gobernador José Camilo Crotto realizara el cambio de jefe policial.
Es que los marplatenses habían atribuido responsabilidad a la policía por el avance de la delincuencia, por la visible corrupción y porque los mismos vecinos podían identificar a sujetos desconocidos entre los que solían merodear mientras que de lo mismo no eran capaces las autoridades.
Crotto le pidió en las horas siguientes al crimen de Urrutia al comisionado Pedro Errecaborde que elaborara un informe sobre la policía de Mar del Plata. Al mismo tiempo la investigación proseguía a los tumbos, sin una idea clara de quién o quiénes habían ingresado esa madrugada en el almacén “El Polo”.
“El Negro” Burgos, por lo pronto, rechazó de manera enérgica la imputación que se le hizo y a cambio recibió algunas palizas, práctica habitual en esa policía marplatense tan afecta a sacar confesiones a los trompazos. Tan así que antes de ser enviado a Dolores, donde estaba el Poder Judicial, Burgos hizo una escala previa de unos días por el Hospital Mar del Plata.
Para el 21 de marzo, apenas una semana después del concurrido sepelio de Urrutia, Burgos ya no era tan sospechoso. Tampoco los otros que habían sido detenidos con él. Todos acusaban a un tal “Medio Litro” o “Media Botella”, un temido hampón de aquellos tiempos que se ufanaba de ser un elegido. Aseguraba que iba a quedar en la historia del delito. Su apellido era Rico y en 1917 había robado una joyería en Mar del Plata.
Burgos y compañía fueron enviados a Dolores, a la vez que una nueva pista investigativa, ya con una parte de la policía marplatense renovada, derivó en la detención de Mauricio “El Tandilero” Rivero. Sobre este hombre pesaban algunas pruebas pero el 20 de abril, en la reconstrucción del crimen, sucedió algo que pareció sellar su suerte: la viuda de Urrutia, conmocionada aún por semejante pérdida (habría de vestir de negro por el resto de sus días), creyó identificarlo como uno de los autores del hecho.
Bóveda actual de Graciano Urrutia, en el cementerio de la Loma de Mar del Plata.
Foto Mauricio Arduin
Los humores en Mar del Plata no se habían extinguido y nadie creía en los resultados de la investigación. Los encargados de encontrar sospechosos eran los sospechados y mucho más lo fueron cuando el comisionado Errecaborde concluyó su informe para el gobernador Crotto. Fue lapidario: “Dentro de la escala delictuosa todas las medidas han sido usadas. Desorganizada la institución, falseados todos los resortes, perdida la noción del deber, carentes de moral casi la totalidad de los empleados, desaparecido el principio de autoridad, hacía cada componente lo que mejor placía a sus perversas conveniencias y transformando la comisaría en un verdadero centro de locación delictuosa”.
Entre la anomalía general Errecaborde también descubrió que un tal Pedro “El Zorro” Bonorino, que trabajaba para la policía, había entorpecido la investigación del asesinato de Urrutia con afán encubridor o vaya saber por qué.
El 3 de julio de 1920 un fiscal de Dolores consideró que la prueba presentada por los investigadores policiales era sólida para determinar que Rivero había sido uno de los autores y pidió una pena de 25 años de prisión. “Si es el autor, no ha de parecer excesivamente severa esa pena”, decían las crónicas de entonces.
Por aquellos años la Justicia –o la noción institucionalizada de ella- se gestionaba a 200 kilómetros de Mar del Plata, donde se erigían los Tribunales de Dolores. Allí, en su despacho de probables muebles lustrosos y anaqueles henchidos de libracos, un juez llamado Santiago Medina comprendió que todo era una gran farsa. Lo que se inició con un cruel asesinato en una madrugada de marzo acabó con una absolución una mañana de diciembre, sólo 9 meses después. Rivero, defendido por el abogado Luis Pondal, fue absuelto de culpa y cargo por no existir pruebas que “justifiquen ninguna responsabilidad en el asunto”.
Emilia Isabel Rizzo no pudo asumirse al frente de “El Polo” y se lo entregó a su hermano para que lo administrara. Ella se fue a criar a sus hijas y a explotar una pensión en cercanías de la iglesia Santa Cecilia. Murió sin saber quién asesinó a su marido.
Dos de las hijas del matrimonio Urrutia no tuvieron descendencia. Solo la del medio crio a otra niña (María Amparo Arregui Urrutia) y por eso el apellido no se proyectó más allá. El 25 de junio de 1975, años después de la muerte de Emilia Isabel, las hijas de Graciano Urrutia se dirigieron hasta la bóveda del Cementerio de la Loma para hacer la “reducción”. Entonces descubrieron que el cadáver de Graciano estaba intacto. Incorrupto. Hoy, tras su imperativa sepultura y el forzado proceso biológico, sus restos yacen en la misma pequeña bóveda donde se alcanza a leer, borroneado, el apellido Urrutia.
Ver también: El otro crimen que roza a la familia Urrutia
Fuentes
Archivo diario LA CAPITAL
Pablo Junco (blog Fotos Viejas de Mar del Plata)
Familia Urrutia (Alberto Urrutia, Abel Urrutia y Maia Arregui Urrutia)